Levante la mano quien haya escuchado algo de las siguientes bandas de rock rioplatense: Mejor Actor de Reparto, Acorazado Potemkin, Facón, La Mujer Barbuda, Los Espíritus, Octafonic; o de los siguientes nombres propios: Axel Krigier, Francisco Bochatón, Nicolás Sorín. Todos estos nombres circularon o circulan aún dentro de ese imaginario que convencionalmente llamamos “rock” pero no llegaron a la trascendencia, proyección internacional y popularidad masiva que tuvieron -y tienen- Soda Stereo, YKV, Los Pericos, Los Auténticos Decadentes, Spinetta, Páez o Calamaro.
No es un secreto que, de un tiempo a esta parte, hubo cambios culturales y tecnológicos que habilitaron espacios de difusión y posibilitaron la exposición de artistas que ya no están a merced de ser “descubiertos” por una compañía discográfica. La posibilidad de grabar en casa con tecnología accesible, el acceso a redes sociales y plataformas gratuitas para compartir las producciones, entre otras que surgen aceleradamente en el bioma digital internáutico. Así, se multiplicó exponencialmente el número de artistas (desde los aficionados menos rigurosos hasta los músicos profesionales) a lo largo del siglo XXI. En algunos casos, lograron captar un público más o menos amplio, más o menos fiel. Pero fuera de estos círculos de seguidores, se mantuvieron alejados de la masividad, de esa llegada de las grandes bandas y solistas que formaban parte del acervo colectivo más allá de que a uno le gustaran o no. Por ejemplo, uno podría no haber sido un seguidor de Los Redondos, sin embargo, difícilmente ignoraba su existencia o desconocía al menos el estribillo de “Un poco de amor francés”.
No sé si para bien o para mal, cierto paradigma (el del estrellato) comenzó a perder fuerza dentro del ambiente del rock rioplatense. El siglo XXI aún no nos ha provisto de un Cerati, de un Divididos, de un Babasónicos. No en tanto cualidades artísticas o talento, sino en tanto proyectos musicales de gran exposición pública. Hubo algunos conjuntos -El Mató a Un Policía Motorizado, por mencionar uno- que estuvieron cerca pero luego su popularidad se diluyó y repartió entre unos pocos “iniciados”. Otros mantuvieron cierto nivel de popularidad, pero en virtud de fórmulas para el éxito y en desmedro de la experimentación y la originalidad, como los uruguayos de No Te Va a Gustar, más inclinados a dar el gusto a un público de consumidores de cierto pop latino.
Creo que ese paradigma tuvo con Catupecu Machu su último referente y su carta de defunción fue el lapidario disco quíntuple de Calamaro, “El salmón” (2000). Luego de eso, las grandes estrellas del rock rioplatense mantuvieron su estatus mediante reciclados, reinvenciones y sociedades con bandas y músicos de otros ámbitos; en intentos más o menos dignos, más o menos afortunados, más o menos interesantes según el caso. Luego de eso, en las dos décadas que ya lleva este siglo, ninguna banda o solista logró trascender y permanecer en el tiempo con una propuesta estética sólida, con una identidad propia, con un carisma magnético.
Como cierre, una aclaración: no escribo esta nota con nostalgia por un “pasado mejor”. Celebro que las condiciones actuales permitan una proliferación de artistas cuyas obras, en otros tiempos, no hubieran superado el confinamiento forzoso y la espera de un golpe de suerte. Solamente expongo una situación llamativa a la espera de discusiones productivas al respecto.
Sergio Quintana es Profesor y Licenciado en Letras, y Magíster en Semiótica Discursiva. Se desempeña como docente e investigador en la UNaM.