El arte profesional sólo sirve como herramienta para la educación del gusto y del juicio estético. Una vez que esta educación se ha completado el arte puede dejarse de lado.
Boris Groys
Hace unas semanas me resultó inevitable asistir a un programa completo de La Voz Argentina y a medida que pasaban los minutos lo padecí, lo padecí todo: al popular Marley, al petulante de papá Montaner y la presencia parasitaria de sus hijos varones, entre otras cosas; pero sobre todo lo que ese programa tiene de fondo que es una concepción de la música y el canto que considero son sumamente perjudiciales para la formación estética de la audiencia.
Parece una ingenuidad despotricar contra algunos contenidos televisivos -éste que convoco en especial- pero realmente terminé de verlo con una indignación indisimulable. También parece una ingenuidad pedirle a este programa cierta diversidad porque después de todo apunta a un determinado tipo de producto comercial: la música pop más convencional con un perfil interpretativo convencional. Sin embargo, me parece lícito mencionar que para una población ya deficitaria en términos de educación artística este tipo de emisiones televisivas no hace sino profundizar ese déficit con un discurso que vuelve hegemónicos una concepción del canto y la interpretación.
De hecho, no hay lugar para la interpretación de las piezas musicales sino un apego a un formato establecido que antepone la potencia de la voz, la técnica vocal (por la técnica misma) y repetida una gradación que va desde un registro relativamente contenido a un in crescendo que aumenta hasta alcanzar el climax (ponele) en la que la voz de los participantes expone toda su potencia; y deja de lado lo interpretativo, lo personal y sobre todo lo que dicen las canciones. En ese formato, todas las canciones suenan idénticas, así sea una pieza de Elton John, de Maná o Alejandro Sanz. No hay lugar para la sutileza, para el estilo personal, para la sorpresa; y hay una tendencia a confundir talento con entrenamiento, expresividad con potencia, sobreactuación con interpretación, gestualidad exagerada con técnica, y peor aún, eso es lo que se premia: lo homogéneo, lo estandarizado, lo formateado. El problema es un poco más profundo que aquello que vemos en la superficie, el problema es que no hay lugar para a diversidad en este programa, hay una formación del gusto que pretende hacerse pasar por “buen gusto”.
Se me ocurrió la siguiente fantasía: si Fito Páez, Spinetta, Tom Waits, Ramón Ayala, Adrian Dárgelos hubieran dependido de Mau y Ricky Montaner para ser reconocidos como cantantes (no solo compositores) no los hubiéramos conocido nunca. Pero no sólo a ellos sino tampoco los referentes musicales del propio programa hubiesen pasado la preselección: la propia Soledad Pastoruti no reunía en sus inicios las virtudes que se exigen desde el jurado; ni se hubiesen tolerado los gorjeos quebradizos de una Shakira o un Vicentico y menos la nasalidad exacerbada de un Ramazzotti.
Supongo que no debería sorprender después de todo, lo que se busca es LA VOZ, la que se adecúe no a la música sino a la industria del entretenimiento.