La espera había durado dos horas. El objetivo fundamental era experimentar la sensación de tener enfrente a nuestro máximo referente, una persona “inalcanzable” -por lo menos geográficamente-, y conocer su método de trabajo.
Cuando por fin llegamos a la puerta, era tal la expectativa y felicidad que nuestros rostros parecían asustados o con miedo ante lo desconocido.
Antes de ingresar nos hicieron dejar afuera todo elemento que nos conectara con la realidad exterior, sobre todo con el tiempo.
Una vez en el interior del salón de 800 metros de superficie del Centro Experimental de Arte de la Universidad Nacional de San Martín, lo inmediato fue colocarnos un aislante de sonido, para luego recibir la indicación de guardar absoluto silencio.
Casi sin darme cuenta, un desconocido me tomó de la mano para introducirme en otro mundo.
Ese desconocido era uno de los facilitadores que nos guiaría en los diferentes ejercicios, algunos de los cuales consistían en contar granos de arroz y de lentejas, caminar ida y vuelta de manera lentísima por uno de los sectores del galpón o mirar fijo a unas cartulinas de colores -amarillas, rojas y azules- colocadas en las paredes; o simplemente permanecer de pie, sentado o acostado con los ojos cerrados u observando lo que pasaba.
Alcanzar tal estado de introspección y relajación era algo que particularmente a mí me parecía imposible en medio de la vorágine de Capital Federal, rodeada de cientos de personas desconocidas y con el solo hecho de dejar relojes y teléfonos celulares del otro lado de la puerta.
Sin embargo, apenas sentí el contacto de mi mano con la de la persona que me guiaba, las revoluciones del cuerpo, la ansiedad, los nervios bajaron a cero. Parecía que estaba en otra dimensión. Automáticamente la respiración y los movimientos del cuerpo fueron lentificándose.
La habitual necesidad de tener el control del tiempo se desvaneció, como también lo hizo el ruido de la ciudad.
Ella estaba ahí, pero ya no importaba, lo que importaba era la transformación que estábamos viviendo gracias a la experiencia performática.
Fueron dos horas y media de un tiempo artístico, imperceptible, durante las cuales floreció la calma y con ella, la conciencia del cuerpo –sus movimientos-, la necesidad de cerrar los ojos, de reflexionar, de dormir, de no dormir pero de soñar, de mirar, de llorar, de tomar de la mano a alguien, de volver a abrazar, y olvidarse de todo lo demás. Era hora de limpiar la casa.
Jimena Bueno es Lic. en Artes Plásticas. Artista performer.